VALLES CALCHAQUÍES
Un
mundo de pueblos y valles entre la aridez de la Quebrada de las Conchas y el
verdor de Cafayate.
Hasta
el invierno duerme la siesta en la tarde soleada y tibia de Cachi. Por
capricho, se elige caminar, haciendo los inevitables ademanes de un
equilibrista, sobre la vereda más alta y angosta de este pueblo de Salta.
Por
costumbre, se mira hacia ambas direcciones al llegar a una esquina sin nombre,
antes de cruzar la calle de piedra. La propia torpeza arranca una sonrisa
piadosa en un adolescente, con sombrero de ala y zapatillas gastadas, que entra
en una casa sin ochava. Desaparece detrás de una doble puerta de madera verde
oscuro, que forma un ángulo recto y desvencijado. Absolutamente colonial, la
esquina podría ilustrar cualquier libro de historia, si no fuera por una
palabra que cuelga junto a un farol centenario: Internet.
Bastará
el paso de una bicicleta para interrumpir el silencio por un instante. Pedalea
cuesta arriba un hombre que porta arrugas añejas y los yuyos más adecuados para
hacer una escoba con la que limpiará su horno de barro.
Al
caminar una cuadra, se comprueba que se trata de la zona céntrica porque
aparecen la iglesia y la plaza de rigor, dos íconos austeros que servirán de
referencia geográfica en cada uno de los pueblos de los Valles Calchaquíes.
Cachi es un claro ejemplo, con la pirca ondulante y los diminutos arcos de
piedra que permiten la entrada a la plaza principal.
A
falta de torre, la iglesia de San José tiene una espadaña con tres campanas
alineadas en la parte superior de la fachada.
Fue declarada Monumento Histórico
Nacional en 1945, y tanto su profunda nave —llega a los 41 metros— como su
frente han sido restaurados en dos ocasiones desde el siglo XVIII. A un
costado, el Museo Arqueológico Pío Pablo Díaz exhibe valiosas piezas de la
cultura inca-paya, encontradas en un yacimiento cercano.
Los
salteños desconocen el apuro porque sí. Son amables, conversadores, todos se
conocen. Se presume entonces que lo más conveniente será recorrer los Valles
Calchaquíes con la predisposición de disfrutar de la buena mesa durante horas o
de socorrer a un camionero que, habiéndose equivocado de ruta, pretende abrirse
paso martillando una roca que sobresale del cerro.
Siempre
se habla de los Valles Calchaquíes en plural porque, en efecto, se trata de
grandes depresiones que encadenan a las provincias de Tucumán, Salta y
Catamarca. El tramo salteño es, precisamente, el corazón calchaquí.
Por
el Valle de Lerma
La
ruta 68 parte de la ciudad de Salta rumbo a los valles. En dirección sur, se
atraviesan pequeñas localidades dedicadas, principalmente, a la actividad
tabacalera. Fundada en 1822 y famosa por sus bulliciosos carnavales, Cerrillos
debe su nombre a los cerros bajos que la circundan.
Se encuentra en el Valle de
Lerma, donde se suceden los pueblos La Merced, El Carril y Chicoana, despojados
del protagonismo que ostentaron alguna vez, en los años de las guerras por la
Independencia.
Sorprende
la niebla al llegar a Coronel Moldes, cubriendo sin piedad las antiguas casas
de galería que decoran la ruta 68. Unos cinco minutos de auto alcanzan para
arribar al dique Cabra Corral, que impacta con sus 12 mil hectáreas de
extensión y sus 15 kilómetros de ancho.
Al igual que en el cercano río
Juramento, aquí están permitidas la pesca deportiva del pejerrey y la práctica
de deportes náuticos.
Entre
los cerros rojizos, se asoman formaciones rocosas modeladas por la imaginación
popular y por distintos procesos de erosión.
En ambas márgenes del río de las
Conchas, aparecen carteles que señalan la ubicación de las figuras del Sapo,
Paredes
de 70 metros de altura coronan la Garganta del Diablo, poco antes del
Anfiteatro.
Dos alemanes son vencidos por la tentación de entonar una melodía
en este escenario natural con acústica en lugar de eco, donde la Orquesta
Sinfónica de Salta realiza el Festival de la Quebrada.
Cuando
restan 20 kilómetros para llegar a Cafayate, se despliega una planicie verde
que marca el fin de la Quebrada y el comienzo de los Valles Calchaquíes.
Se
aprecia entonces otra curiosidad de la naturaleza: las dunas vivientes,
consecuencia de la acción erosiva de los vientos.
Cafayate,
tierra del sol
Con
cierta vanidad, los salteños aseguran que el sol brilla 340 días al año en
Cafayate. El cielo diáfano sobre los viñedos simétricos impide poner en duda
tal afirmación.
A
más de 1.700 metros de altura, en estas tierras áridas nunca escasea el vino.
En la bodega El Esteco —antigua finca La Rosa— explican la importancia que le
otorga a las cepas la gran diferencia de temperatura entre el día y la noche:
gracias al frío nocturno, las uvas preservan los nutrientes elaborados en el
día, acentuando los aromas, sabores y colores. En pocas semanas, aquí abrirá
sus puertas el hotel boutique Patios de Cafayate Wine Spa.
La
Banda, Etchart, Lavaque, Nanni y Domingo Hermanos son algunas de las prósperas
bodegas de la zona, que ofrecen visitas guiadas y degustaciones. Hacia el
mediodía, borrachos y golosos quedan hermanados detrás de un mostrador, a la
espera de helados de vino torrontés y cabernet.
Impecable
y con certificación internacional, la fábrica de queso Cabras de Cafayate
propone un recorrido por los corrales, el tambo y las instalaciones, que
termina con una picada para probar los quesos en sus distintas presentaciones:
al natural, con ají, ahumado, provenzal, con albahaca y al orégano.
Poco
antes de la entrada a Cafayate, el taller Cristófani vende las consagradas
vasijas de más de un metro de altura. Pero también se consiguen buenos trabajos
de alfarería, telar, platería y cestería en el mercado artesanal ubicado frente
a la plaza San Martín, a pocos metros de la catedral.
"No
me importa/que me apriete la vejez/he recorrido el amor/del derecho y del
revés". Desafina esta copla el Gaucho Amaicha, mientras recorre las mesas
de la peña, acompañado por un aliento a alcohol entristecido y por los golpes
que le propina a su caja de vez en cuando. Sin inmutarse, el mozo sirve un
humeante cabrito a la parrilla.
Camino
a los poblados de Animaná y San Carlos, aparecen las casas más tradicionales.
Tienen sus paredes bañadas por cursos de adobe que han escurrido los años desde
los techos a dos aguas. En el frente, gruesas columnas sostienen las galerías;
en el patio, el imprescindible horno de barro calienta bollos de pan, cerca del
corral de las cabras.
Comienza
el ripio en la ruta 40 y, cerca de Angastaco, portal de la mítica Quebrada de
las Flechas, los cerros arcillosos convergen en la desolación de un potrero
seco.
A
18 kilómetros se encuentra Molinos, un pueblo que cobija a 2 mil almas sin estrés.
Fundado a mediados del siglo XVII, Molinos fue la ruta comercial más importante
de Salta hacia Chile hasta principios del siglo XX. En la finca que perteneció
a Domingo de Isasmendi —padre del último gobernador realista de Salta—,
funciona ahora el Hostal.
Frente
a la casona de Isasmendi, se construyó la iglesia de San Pedro de Nolasco,
continuando la corriente arquitectónica cuzqueña. Se distingue por su gran
arco, las torres y el balcón de madera frontal.
A
las once, las estrellas irrumpen con desmesura en el cielo salteño. En un
restaurante de cocina de altura sirven tamales, lomo de llama y papas andinas.
Un convite reparador, en consonancia con un viaje perdurable. Como los vinos,
sus sabores y colores se acentúan con el tiempo.
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