ISCHILÍN CORDOBA, CIUDAD ALEGRIA DE VIDA COLONIAL
El pueblito mágico, construido en el siglo XVIII,
tiene una iglesia con piezas únicas y un algarrobo de 700 años. La Casa Museo
del artista Fernando Fader corona este lugar calmo de casas sabiamente
restauradas.
A unos veinte kilómetros al sur de Deán Funes, se
encuentra la ciudad de Ischilín, Norte de Córdoba, entre los vestigios de una
civilización que ya no existe más. Este caserío lleva escondido en su nombre la
palabra alegría, ya que proviene de la lengua de sus antiguos habitantes.
Rodeada de casas de adobe y calles de tierra, la ciudad de Ischilín, Norte de
Córdoba, muestra sus dos personalidades, seduciendo con atractivos que pelean
en el tiempo.Por sus senderos se divisan la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario construida en 1706, y la plaza aledaña a un antiguo algarrobo. Luego de grandes sacrificios e inversiones de capitales privados, se restauraron edificios cercanos a la plaza.
Bien vale la pena recorrer los 16 kilómetros de un
agreste camino de tierra que separan a la localidad de Avellaneda del caserío
conocido como Ischilín Viejo, en el medio de la serranías cordobesas (y a sólo
cuatro kilómetros del nuevo trazado urbano conocido como Ischilín nuevo).
Construido a comienzos del siglo XVIII, Ischilín Viejo respeta, como todo
trazado urbano que se precie de moderno, la disposición de los
principales edificaciones alrededor de la plaza. Allí se alinean la escuela, el
destacamento policial, la clásica —y vieja— pulpería, el consabido almacén de
ramos generales y,
desde ya, la iglesia y el patio de armas donde enjugaron su
cansancio cientos de soldados y viajeros desde mucho antes de la Independencia.La pequeña villa se recuesta, literalmente, sobre las suaves faldas de las sierras chicas. Ese clima particularmente estable da cobijo a una vegetación que tiñe de verdes las primaveras y veranos de Ischilín. El silencio disputa su reinado con las suaves brisas de los cerros y el multicolor canto de los pájaros.
Pero lo que sin duda sorprende es ese rosario de construcciones gastadas pero bien conservadas donde se reconoce, como síntesis inevitable, la mano del español y la sangre aborigen. La iglesia, una obra ejemplar de la arquitectura colonial argentina, se comenzó a construir en 1706 y fue consagrada, a su terminación 10 años después, a Nuestra Señora del Rosario. Si bien la iglesia no fue un emprendimiento de los jesuitas, los especialistas reconocen su influencias —quizá algún arquitecto de la orden colaboró en su construcción—, sobre todo en el uso de la piedra sapo, que da cuerpo a la sacristía, y el sorprendente escudo de armas que rige la puerta principal.
El edificio resume un sincretismo plasmado en detalles llamativos y sutiles, y por qué no, conmovedores. Las cornisas de ladrillo de la sacristía remiten a la arquitectura musulmana pero el resto de la construcción está levantada en piedra de la zona y barro. La mano del aborigen se evidencia en múltiples detalles, como un gran mascarón de cerámica que sobresale en uno de los muros de la iglesia y, sobre todo, en una sorprendente piedra sobre la que se han tallado motivos simbólicos, pieza que se conoce con el nombre de petroglifo, y que, hasta donde se sabe, es único en la Argentina.
La iglesia exhibe también otras piezas de valor histórico y arqueológico, como una Dolorosa con diadema, puñal de plata y vestido de terciopelo, y un Cristo tallado en madera policromada de alrededor del año 1700.
Si bien la monumentalidad de la iglesia se impone en ese diminuto tramado de casas bajas y gastadas, hay otros hitos que merecen la visita. Al lado de la iglesia se extiende la plaza de armas con su viejo aljibe donde se estacionaban alternativamente los ejércitos y las montoneras que cruzan en una y otra dirección, declarada Monumento Histórico Nacional en 1982 conjuntamente con la iglesia. En frente, se yergue un frondoso algarrobo de unos 700 años.
Desde la sombra del algarrobo se puede tener una vista asombrosa de un pueblo que vive y recrea su propia tradición: caballos, paisanos y pulpería no son por cierto una puesta en escena sino la vida misma que se expresa en un tono y una forma que la mayoría de los paseantes reconocen como de otro tiempo. El ritmo cansino de su gente y el cielo celeste como lejano mar en calma, hacen de Ischilín Viejo uno de esos escasos lugares donde el presente vive en la vitalidad de la memoria.
Gran parte del resto del pueblo también ha sido, o está siendo, restaurado gracias a la oportuna intervención de Carlos Fader (nieto de un vecino ilustre: el pintor Fernando Fader, muerto en 1935), quien además administra una hostería, en verdad la única, pequeña y cálida —precisamente al lado de la Casa Museo, una galería de arte que atesora obras de su abuelo y otros artistas de la zona.
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