jueves, 18 de junio de 2015

La Ciudad Perdida del Parque Nacional Talampaya

La Ciudad Perdida del Parque Nacional Talampaya


En el Parque Nacional Talampaya, orgullo máximo de los riojanos, se encuentra la Ciudad Perdida, el circuito más extenso de todo el parque. Su recorrido es un viaje al inicio de los tiempos.



Para visitar la famosa Ciudad Perdida es necesario contratar un guía oficial en la entrada del parque nacional, por varios motivos. La visita puede realizarse tanto en camioneta 4 x 4 propia como en la del parque. En nuestro caso, desde la oficina de Parques Nacionales partimos con nuestro guía desandando el mismo camino de la entrada hasta alcanzar la ruta nacional nº 76. 

El recorrido es muy corto. A los tres kilómetros doblamos a la izquierda por un sendero de tierra roja que nos condujo hacia las profundidades menos conocidas del parque nacional Talampaya. 



 El camino serpentea por la estepa desolada de este paraje que hace 225 millones de años era un bosque tropical con grandes lagunas y una nutrida fauna, según nos contó nuestro guía. 

Recorrimos el lecho seco del río Guabo, que forma una verdadera autopista de arena de dos kilómetros de largo. Cuesta creer que por allí hace millones de años transitaron los primeros dinosaurios: en el parque se descubrió el Lagosuchus Talampayensis, uno de los más antiguos del planeta. 

Hoy, al ser un sector poco visitado del parque, es muy factible ver allí ejemplares de la fauna local, como una pareja de maras huyendo a los saltos, algún zorro escabulléndose tras un arbusto e incluso manadas de guanacos que nos observan petrificados y luego salen a la carrera cuando un relincho del jefe ordena la retirada.

Un cráter de tres kilómetros 
 A lo lejos vimos la formación geológica rojiza de Los Chapares, que forma parte de la cuenca de Ischigualasto, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Luego de recorrer quince kilómetros sin mayores obstáculos para la camioneta a través del lecho del río, estacionamos el vehículo a la sombra de un algarrobo. 

Allí comenzamos la caminata. Un breve y monótono trekking que sorte dunas con jarillales presagiaba que a unos pocos pasos nos esperaba el deslumbramiento. 

Como el camino va en leve ascenso, no es posible obtener una visión panorámica de lo que está enfrente, pero al llegar al punto más alto se abrió frente a nosotros un inesperado cráter al ras del suelo, cuyo diámetro de tres kilómetros alberga la Ciudad Perdida. 

Tal como lo describió Borges, “al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la margen opuesta resplandecía la Ciudad de los Inmortales.” Esta ciudad probablemente tenga algo en común con la Ciudad Perdida. 

Sorprendidos por el inesperado paisaje, nos ubicamos en un mirador natural para observar el panorama desde el borde del cráter, que en verdad es una gigantesca depresión formada por los movimientos tectónicos que llevaron el terreno hacia abajo. 

A nuestros pies se desarrollaba un complejo laberinto de recintos de arena y formaciones que se asemejaban a los restos de una ciudad fantasma destruida por una lluvia de meteoritos. 

En su centro, la Ciudad Perdida tiene una formación basáltica de color oscuro que increíblemente forma una pirámide casi perfecta llamada Mogote Negro. El laberinto invita a ser descubierto. Descendimos setenta metros hacia su interior por un sencillo flanco del cráter. 

Al atravesar estos recintos originados en el período Triásico, tuvimos la sensación de que en cualquier momento surgiría volando tras los murallones un grupo de pterodáctilos. 

A través del laberinto 

Una vez deambulando por los interiores de la misteriosa Ciudad Perdida, recorrimos sus entrañas por una serie de senderos naturales que, en verdad, son los cursos secos de las caprichosas corrientes de agua que se forman en el interior del cráter en épocas de lluvia. 

Son cursos de agua tan poderosos como breve es su existencia, ya que el terreno arenoso absorbe los caudales que en el verano ingresan por el este y luego de ahondar el cráter salen hacia el oeste originando el río Los Verdes. A pesar de su corta existencia, los cursos de agua van cambiando periódicamente la forma del laberinto y esculpen extrañas formas dignas de un calidoscopio. 

Nos encontramos frente a un frágil mundo de esculturas de arena que sobrevive inmune el paso del tiempo desde la época de los dinosaurios. Bajo el sol del atardecer, cuando se encendieron las formaciones coloradas en el poniente, el silencio nos permitió atender con total nitidez los íntimos latidos del corazón. 

Este paisaje difiere bastante de la imagen tradicional que uno tiene de Talampaya. Por empezar, los colores son más suaves y el rojizo se torna rosado. Además hay otros colores, como ciertos tonos verdosos y blancuzcos que predominan en algunos paredones. 








Luego de recorrer verdaderos pasadizos y de haber descubierto ventanas de cuadratura casi perfecta, apareció hacia el sudoeste el Anfiteatro, un hoyo en el terreno que mide alrededor de cien metros de diámetro y otros ochenta de profundidad. Este pozo, formado por la lluvia y la erosión, esconde a su vez nuevas y extrañas formaciones irregulares que descubrimos cuando nos asomamos a su vertiginoso precipicio. 

Finalmente, descendimos hasta un cerrado cañón llamado Barrancas Coloradas, por donde llegamos hasta una vertiente de agua que forma un pequeño salto.



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